El llamado cociente intelectual es una medida muy discutible de algo llamado inteligencia. Está diseñado para medir una supuesta inteligencia invariable, no modificable, que caracterizaría a cada persona cuando se la compara con las de su misma edad. Es un concepto ideológico, no científico, basado en esa idea de inteligencia que se usa para que los que abusan justifiquen a posteriori su posición social y la de los demás: «yo y mi hijo somos más inteligentes —por eso yo soy el propietario y él jefe de personal— y mis empleados y sus compañeros de clase son menos inteligentes, aunque sacaran mejores notas, pero era sólo porque eran unos empollones.»
La inteligencia no es eso, es una función de los organismos animales, que consiste en la capacidad para predecir el comportamiento de la realidad —lo que va a ocurrir o lo que va a resultar de las propias acciones— y, aplicando modelos de la realidad que residen en el cerebro, obrar de manera más adaptada. Vale igual para una abeja —cuyos modelos son heredados—, para un ratón o para Einstein. En nuestra especie, la cantidad, variedad y calidad de los modelos de la realidad puede llegar a ser inmensa, porque a diferencia de los otros animales, que carecen de lenguaje simbólico, los modelos adquiridos por la experiencia se transmiten fácilmente, incluso los más alejados de las circunstancias circundantes. Te dirán que cultivar el repertorio de modelos —modelos de cómo funciona la realidad y modelos de pensamiento— no te da inteligencia sino cultura, que no es lo mismo y que no vale para nada. Es verdad que no todas las personas están dotadas con los mismos genes —hay ya más de un centenar que se han relacionado con el cociente intelectual, y ninguno contribuye estadísticamente más de un 1%—, pero ignoran que para la inteligencia funcional de una persona —para las diferencias que observamos en la vida, no en los tests— influye más la cantidad y calidad de la información con la que piensa, de los modelos que utiliza para interpretar la realidad y tomar decisiones, que su dotación biológica.
Si te obsesionas con que tu inteligencia es escasa, además de sufrir inútilmente y bajar tu rendimiento en las pruebas, te bloquerás y perderás la oportunidad de desarrollarte. Lo que tienes que hacer es estudiar mucho, apoyarte en tus puntos fuertes —unas operaciones se te darán mejor que otras—, dar valor a todas las asignaturas, intentando descubrir de cada una lo que la ha hecho apasionante para algunos, y pedir ayuda a cada profesor, a cada amigo, a tus mayores, para encontrar la manera de abordar cada problema, cada dificultad. Cultiva tus facultades elementales —memoria próxima, memoria de trabajo,…— y tus mecanismos de pensamiento —que se pueden estudiar, y se llama heurística al arte (las artes se aprenden) de resolver problemas— y adquiere mucha cultura, mucho conocimiento concreto, empezando por los campos que más te interesan y procurando siempe extender tu interés a más temas. También te ayudará a crecer leer buena literatura clásica y artículos de opinión y ensayos de autores solventes.
Una vez, hace treinta años, me dije lo que pensaba que nunca diría como profesor, porque mis ideas ya eran esencialmente las que acabo de expresar: «Este alumno es buen chico, pero no vale para estudiar». El alumno tenía 14 años y tuvo que repetir curso. Tres años después, yo ya no le daba clase, vi sus notas, y le vi a él expresarse y desenvolverse: era un alumno brillante. No siempre las cosas se desarrollan de modo tan feliz, pero has llegado a una fase por la que pasan muchos en la adolescencia, cuando después de haber desarrollado altas expectativas por su buen desempeño académico, empiezan a encontrar dificultades, se achican, dan resultados mediocres en su CI… Tuve una experiencia semejante, y casi medio siglo después puedo reírme de ella y contártela.