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Respuesta de teologomeno
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teologomeno, Se acuerdan del "apologista"? bueno, volví con otro nombre; ahora...
La navidad es cristiana por que se festeja el nacimiento del Niño-Dios.
Para entender el origen de esta fiesta, tenemos que retrotraernos en el tiempo para saber qué motivó a festejar la navidad.
Sabemos que en la mayoría de los países la celebración religiosa de la navidad es más importante. Ni siquiera la Pascua supera a este acontecimiento. En ese día, muchas partes del mundo, suspenden las guerras, se conceden indultos, se saludan quienes no se hablan, y la gente es capaz de ser más amable y generosa de lo que es el resto del año.
Pero, desde muy antiguo los cristianos quisieron fijar la fecha del nacimiento de Jesús para poder festejar su cumpleaños, como se hace con los seres queridos y los personajes importantes. San Clemente de Alejandría, en el siglo III decía que era el 20 de abril. San Epifanio sugería el 6 de enero. Otros hablaban del 25 de mayo, o el 17 de noviembre. Pero no se llegaba a un acuerdo decisivo debido a la falta de datos y de argumentos ciertos para demostrarlo. Así durante los tres primeros siglos la fiesta del nacimiento del Señor se mantuvo incierta.
Pero en el siglo IV ocurrió algo inesperado, que obligó a la iglesia a tomar partido por una fecha definitiva y a dejarla finalmente sentada. Apareció en el horizonte una temible herejía que perturbó la calma de los cristianos y sacudió a los teólogos y pensadores de aquel tiempo. Era el «arrianismo», doctrina así llamada porque la había creado un sacerdote de nombre Arrío. Arrío era un hombre estudioso y culto, impetuoso y apasionado; se destacaba por su poder persuasivo y su actividad para esparcir la herejía era enorme, sobretodo en Egipto.
¿Qué enseñaba Arrío? Bien, enseñaba que Jesús no era realmente Dios, Era sí un ser extraordinario, maravilloso y perfecta, pero no era Dios mismo. Dios lo había creado para que lo ayudara a salvar a la humanidad. Y por ayuda que le prestó a Dios con su pasión y muerte en la cruz se hizo digno del titulo de «Dios», que Dios le regaló. Pero no fue verdaderamente Dios desde su nacimiento, sino que llegó a serlo gracias a su misión.
La teoría de Arrío fascinó a muchos, especialmente la gente sencilla. Pues el arrianismo en el fondo quietaba el misterio de la divinidad de Cristo, y pretendía vana y contradictoriamente poner al alcance de la inteligencia humana una de las verdades fundamentales del cristianismo: que Jesucristo era Dios y hombre desde su nacimiento.
La doctrina de Arrío se expandió de tal manera que san Jerónimo dijo una frase celebre: «El mundo se ha despertado arriano».
En medio de este acalorado debate, se resolvió convocar a un concilio universal de obispos para resolver tan delicada cuestión, que dividía a la Iglesia en dos bandos antagónicos. El 20 de mayo del año 325, en Nicea, dio comienzo a la magna asamblea. Los presentes en el concilio, en su inmensa mayoría, reconocieron que las ideas de Arrío estaban equivocadas y declararon que Jesús era Dios desde el mismo momentos de su nacimiento. Para ello acuñaron un credo, llamado Credo de Nicea, que decía: «Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado. De la misma naturaleza del Padre».
Pero, a pesar de la derrota, Arrío y sus seguidores no se amedrentaron. Convencidos de sus argumentos continuaron sembrando sus errores por toda la iglesia. Y su éxito era tal que 30 años más tarde, en muchas regiones no se encontraba un solo obispo que defendiera el Credo de Nicea. Se habían hecho todos arrianos.
Frente a este panorama aterrador, el papa Julio I comprendió que una manera rápida y eficaz de difundir la idea de la divinidad de Cristo, y así contrarrestar las enseñanzas de Arrío, era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta ese momento. En efecto, si se celebraba el nacimiento del Niño-Dios, la gente dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios sólo de grande. Pero para ello había que buscar una fecha definitiva. Ante la falta de datos, alguien (no se sabe quien) tuvo una idea genial: tomar una fiesta muy popular del folclore romano, llamada «el día del Sol invicto». Se trataba de una celebración pagana antiquísima, traída a Roma por el emperador Aurelio desde Oriente en el siglo III, y en la cual se adoraba al sol como al dios invencible.
Ahora bien, para los cristianos Jesucristo era el verdadero Sol. Por dos motivos. En primer lugar, porque la Biblia así lo afirmaba. En el siglo V a.C. el profeta Malaquías (3, 20) había afirmado que cuando llegara el final de los tiempos «brillará el Sol de la Justicia, cuyos rayos serán la salvación», y como al venir Jesús entramos al final de los tiempos, el Sol que brilló no pudo ser otro que Jesucristo. También el Evangelio de Lucas dice que «nos visitará una salida de Sol para iluminar a los que viven en tinieblas y en sobras de muerte» (1, 78). Y el libro del Apocalipsis predice que en los últimos tiempos, no habrá necesidad de sol, pues será reemplazado por Jesús, el nuevo Sol que nos ilumina desde ahora (Apoc. 21,23).
En segundo lugar, porque también hubo un día en que a Jesús las tinieblas parecieron vencerlo, derrotarlo y matarlo, cuando lo llevaron al sepulcro. Pero él terminó triunfando sobre la muerte, y con su resurrección se convirtió en invencible. El era, pues, el verdadero sol invicto.
Los argumentos ayudaron a los cristianos a pensar que el 25 de diciembre no debían seguir celebrando el nacimiento de un ser inanimado, de una simple creación de Dios, sino más bien el nacimiento del Redentor, el verdadero Sol que ilumina a todos los hombres del mundo. De este modo, la iglesia católica bautizó y cristianizó la fiesta pagana del «Día natal del Sol invicto», y la convirtió en el «Día natal de Jesús», el Sol de Justicia mucho más radiante que el astro rey. Y así, el 25 de diciembre se convirtió en la Navidad Cristiana.
Entonces, la nueva fiesta del nacimiento de Jesús surgió en la iglesia, no tanto para contrarrestar el mito pagano del Sol que vence a las tinieblas del invierno, sino para impugnar las ideas de Arrío de que Jesús, al nacer, era un hombre común y que solo después Dios lo adoptó con la fuerza de su Espíritu y lo convirtió en otro Dios.
Gracias a la celebración de la Navidad, la gente fue tomando conciencia de que quien había nacido no era un niño común, sino un Niño-Dios. Y que desde el mismo instante de su llegada al mundo residía en él toda la divinidad.
El primer lugar donde se celebró la fiesta de Navidad fue en Roma. Y pronto se fue divulgando por las distintas regiones del Imperio Romano y otras regiones lejanas al Imperio. Finalmente en el año 535 el emperador Justiniano decretó como ley imperial la celebración de la Navidad el 25 de diciembre. De este modo, la fiesta de Navidad se convirtió en un poderosísimo medio para confesar y celebrar la verdadera fe en Jesús, auténtico y verdadero Dios desde el día de su nacimiento. Tal como todos nosotros, los cristianos, confesamos con fe.
Para entender el origen de esta fiesta, tenemos que retrotraernos en el tiempo para saber qué motivó a festejar la navidad.
Sabemos que en la mayoría de los países la celebración religiosa de la navidad es más importante. Ni siquiera la Pascua supera a este acontecimiento. En ese día, muchas partes del mundo, suspenden las guerras, se conceden indultos, se saludan quienes no se hablan, y la gente es capaz de ser más amable y generosa de lo que es el resto del año.
Pero, desde muy antiguo los cristianos quisieron fijar la fecha del nacimiento de Jesús para poder festejar su cumpleaños, como se hace con los seres queridos y los personajes importantes. San Clemente de Alejandría, en el siglo III decía que era el 20 de abril. San Epifanio sugería el 6 de enero. Otros hablaban del 25 de mayo, o el 17 de noviembre. Pero no se llegaba a un acuerdo decisivo debido a la falta de datos y de argumentos ciertos para demostrarlo. Así durante los tres primeros siglos la fiesta del nacimiento del Señor se mantuvo incierta.
Pero en el siglo IV ocurrió algo inesperado, que obligó a la iglesia a tomar partido por una fecha definitiva y a dejarla finalmente sentada. Apareció en el horizonte una temible herejía que perturbó la calma de los cristianos y sacudió a los teólogos y pensadores de aquel tiempo. Era el «arrianismo», doctrina así llamada porque la había creado un sacerdote de nombre Arrío. Arrío era un hombre estudioso y culto, impetuoso y apasionado; se destacaba por su poder persuasivo y su actividad para esparcir la herejía era enorme, sobretodo en Egipto.
¿Qué enseñaba Arrío? Bien, enseñaba que Jesús no era realmente Dios, Era sí un ser extraordinario, maravilloso y perfecta, pero no era Dios mismo. Dios lo había creado para que lo ayudara a salvar a la humanidad. Y por ayuda que le prestó a Dios con su pasión y muerte en la cruz se hizo digno del titulo de «Dios», que Dios le regaló. Pero no fue verdaderamente Dios desde su nacimiento, sino que llegó a serlo gracias a su misión.
La teoría de Arrío fascinó a muchos, especialmente la gente sencilla. Pues el arrianismo en el fondo quietaba el misterio de la divinidad de Cristo, y pretendía vana y contradictoriamente poner al alcance de la inteligencia humana una de las verdades fundamentales del cristianismo: que Jesucristo era Dios y hombre desde su nacimiento.
La doctrina de Arrío se expandió de tal manera que san Jerónimo dijo una frase celebre: «El mundo se ha despertado arriano».
En medio de este acalorado debate, se resolvió convocar a un concilio universal de obispos para resolver tan delicada cuestión, que dividía a la Iglesia en dos bandos antagónicos. El 20 de mayo del año 325, en Nicea, dio comienzo a la magna asamblea. Los presentes en el concilio, en su inmensa mayoría, reconocieron que las ideas de Arrío estaban equivocadas y declararon que Jesús era Dios desde el mismo momentos de su nacimiento. Para ello acuñaron un credo, llamado Credo de Nicea, que decía: «Creemos en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no creado. De la misma naturaleza del Padre».
Pero, a pesar de la derrota, Arrío y sus seguidores no se amedrentaron. Convencidos de sus argumentos continuaron sembrando sus errores por toda la iglesia. Y su éxito era tal que 30 años más tarde, en muchas regiones no se encontraba un solo obispo que defendiera el Credo de Nicea. Se habían hecho todos arrianos.
Frente a este panorama aterrador, el papa Julio I comprendió que una manera rápida y eficaz de difundir la idea de la divinidad de Cristo, y así contrarrestar las enseñanzas de Arrío, era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta ese momento. En efecto, si se celebraba el nacimiento del Niño-Dios, la gente dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios sólo de grande. Pero para ello había que buscar una fecha definitiva. Ante la falta de datos, alguien (no se sabe quien) tuvo una idea genial: tomar una fiesta muy popular del folclore romano, llamada «el día del Sol invicto». Se trataba de una celebración pagana antiquísima, traída a Roma por el emperador Aurelio desde Oriente en el siglo III, y en la cual se adoraba al sol como al dios invencible.
Ahora bien, para los cristianos Jesucristo era el verdadero Sol. Por dos motivos. En primer lugar, porque la Biblia así lo afirmaba. En el siglo V a.C. el profeta Malaquías (3, 20) había afirmado que cuando llegara el final de los tiempos «brillará el Sol de la Justicia, cuyos rayos serán la salvación», y como al venir Jesús entramos al final de los tiempos, el Sol que brilló no pudo ser otro que Jesucristo. También el Evangelio de Lucas dice que «nos visitará una salida de Sol para iluminar a los que viven en tinieblas y en sobras de muerte» (1, 78). Y el libro del Apocalipsis predice que en los últimos tiempos, no habrá necesidad de sol, pues será reemplazado por Jesús, el nuevo Sol que nos ilumina desde ahora (Apoc. 21,23).
En segundo lugar, porque también hubo un día en que a Jesús las tinieblas parecieron vencerlo, derrotarlo y matarlo, cuando lo llevaron al sepulcro. Pero él terminó triunfando sobre la muerte, y con su resurrección se convirtió en invencible. El era, pues, el verdadero sol invicto.
Los argumentos ayudaron a los cristianos a pensar que el 25 de diciembre no debían seguir celebrando el nacimiento de un ser inanimado, de una simple creación de Dios, sino más bien el nacimiento del Redentor, el verdadero Sol que ilumina a todos los hombres del mundo. De este modo, la iglesia católica bautizó y cristianizó la fiesta pagana del «Día natal del Sol invicto», y la convirtió en el «Día natal de Jesús», el Sol de Justicia mucho más radiante que el astro rey. Y así, el 25 de diciembre se convirtió en la Navidad Cristiana.
Entonces, la nueva fiesta del nacimiento de Jesús surgió en la iglesia, no tanto para contrarrestar el mito pagano del Sol que vence a las tinieblas del invierno, sino para impugnar las ideas de Arrío de que Jesús, al nacer, era un hombre común y que solo después Dios lo adoptó con la fuerza de su Espíritu y lo convirtió en otro Dios.
Gracias a la celebración de la Navidad, la gente fue tomando conciencia de que quien había nacido no era un niño común, sino un Niño-Dios. Y que desde el mismo instante de su llegada al mundo residía en él toda la divinidad.
El primer lugar donde se celebró la fiesta de Navidad fue en Roma. Y pronto se fue divulgando por las distintas regiones del Imperio Romano y otras regiones lejanas al Imperio. Finalmente en el año 535 el emperador Justiniano decretó como ley imperial la celebración de la Navidad el 25 de diciembre. De este modo, la fiesta de Navidad se convirtió en un poderosísimo medio para confesar y celebrar la verdadera fe en Jesús, auténtico y verdadero Dios desde el día de su nacimiento. Tal como todos nosotros, los cristianos, confesamos con fe.
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