La caducidad y la prescripción tienen efectos idénticos: suponen la extinción de la acción en cuya virtud se reclama. Ya no se puede juzgar el delito, no se puede exigir el pago de una deuda, no pueden pedirse daños y perjuicios. El Estado ha perdido su capacidad para juzgar por el mero transcurso del tiempo, puesto que ya la sociedad es muy distinta de cuando ocurrieron los hechos, y el juez no tiene una proximidad temporal que le permita entenderlos y juzgarlos.
La cosa juzgada no implica la desaparición del ius puniendi (o capacidad del Estado para juzgar) sino que es justamente lo contrario: en uso de su capacidad jurisdiccional, el juez declara que no procede un determinado procedimiento, al haber identidad absoluta con lo resuelto en otro. Caducidad y prescripción no requieren un análisis de la naturaleza del asunto, sino del tiempo; cosa juzgada sí exige al juez (que tiene todas sus facultades vigentes) que se adentre y resuelva sobre la existencia de otra causa igual, que impida una nueva sentencia.
En cuanto al plazo para ejecutar una sentencia, es de cinco años, y es de caducidad. Va por tanto de fecha a fecha. Ahora bien: ese plazo se refiere a las sentencias declarativas del orden civil. Por ejemplo, aquella en la que a una persona se le condena a pagar una cierta cantidad de dinero a otra. Si dentro de esos cinco años se presenta una demanda para ejecutar la sentencia, ese asunto nuevo no prescribe jamás. Pero es distinto el orden penal, que tiene varios plazos (todos de prescripción) que están en función de la pena impuesta.