Pues sí. El tiempo, más que correr, vuela. Es lo que tiene. Si no corriera, no sería tiempo. Y aunque lo hace por igual para todo el mundo –un año es un año, al fin y al cabo– la percepción de la velocidad con que transcurre es diferente para cada uno de nosotros.
Tampoco estoy descubriendo aquí ningún secreto misterioso. Todos tenemos la experiencia de que la valoración que hacemos del momento que esperamos determina la vivencia que tenemos del paso del tiempo. Examinemos esto.
A nadie se le escapa que cuando esperamos que ocurra algún acontecimiento deseable en nuestra vida, el tiempo parece dilatarse. Por ejemplo, cuando faltan dos semanas para que llegue nuestro período de vacaciones, parece que las semanas duraran aproximadamente veinte días, y no siete. Y cuando lo que esperamos es que llegue algún momento que no desearíamos que llegase, el tiempo parece contraerse. Por ejemplo, cuando estamos disfrutando al fin de esas ansiadas vacaciones, los días corren que se las pelan. Vamos, que cada día pareciera tener 4 o 5 horas nada más.
Pues bien. Esta vivencia de lo que podríamos denominar el tiempo cotidiano –el que vivimos día a día– se reproduce en lo que podríamos llamar el tiempo vital –el de la duración de nuestra vida.
Y así ocurre que cuando somos jóvenes –adolescentes, más bien– ansiamos la libertad que creemos nos dará el hecho de hacernos adultos, y tenemos la sensación de que ese momento parece no llegar nunca. El fin, la meta, lo que esperamos del futuro, es algo deseable en ese momento, y por ello el tiempo parece dilatarse. No somos conscientes –ni falta que nos hace a esa edad– de que nuestra vida y los yogures tienen algo en común: ambos vienen con fecha de caducidad.
Sin embargo, según los años van pasando, vamos acumulando vivencias, experiencias, van desapareciendo seres queridos y cercanos, maduramos, y poco a poco adquirimos conciencia de aquella coincidencia entre nuestra vida y los productos perecederos: nada es eterno. Por ello, conforme nuestra vida va avanzando y se va acercando a su final, el tiempo parece contraerse y acelerar su paso.
Ya sé que estarás pensando que esto no tiene sentido, ya que ninguno sabemos cuándo llegará ese final a nuestra vida. Es verdad. Pero todos sabemos que, aunque no la veamos, está ahí. Y esa conciencia de que somos finitos, de que no somos eternos, junto con la experiencia del gustito que da estar vivos, hacen que este camino que conduce a nuestra desaparición se haga cada vez más corto.
Pero hay algo más. No sólo vivenciamos el tiempo en función de lo que esperamos, sino también como efecto de lo ya vivido, o sea, “a toro pasado”. En la medida en que yo lleve una vida plena, satisfactoria, en la que despliego todas mis posibilidades, me lleno de experiencias y vivencias que luego podré recordar. Y, al recordarlas, compruebo cuánto ha dado de sí el tiempo, podré recordar un montón de acontecimientos, por lo que las del último año me parecerán estar lejísimos (“mi tiempo” se dilata). Sin embargo, en cuanto me dedique en mi vida simplemente a vivir, a dejar que pasen los días uno tras otro, al volver la vista hacia el pasado, lo encuentro vacío y, por tanto, careceré de ningún recuerdo que ponga hitos en mi periplo vital. En este caso, no recordaré nada que me parezca digno de recordar y por eso diré que “parece que fue ayer cuando..." Un ejemplo: ¿verdad que cuesta muchísimo recordar lo que hemos comido ayer, pero no lo que comimos aquél día en aquél sitio en que la comida estaba tan buena, o fue tan cara, o…? Es que todos los días comemos para sobrevivir, pero de vez en cuando comemos para disfrutar (aunque a veces nos salga el tiro por la culata), y éstas últimas son las comidas que recordamos…
En fin. Que cuando llegue ese momento en el que te asalta esa impresión de que el tiempo corre como si fuera un ladrón huyendo del banco que acaba de atracar, detén tus lamentaciones, reflexiona, piensa, examina, analiza: ¿qué me queda por hacer? ¿Qué espero de mi vida? ¿Qué estoy haciendo con mi vida? Verás como el simple ejercicio de intentar responder a esas preguntas te ayuda más que lamentarte por lo inevitable del paso del tiempo.
Por cierto que habrás notado que he evitado muy cuidadosamente utilizar la palabra “muerte”. No es por nada. Simplemente es una cuestión esta de la muerte que tiene mucha tela que cortar y a la que habría que dedicar mucho tiempo y espacio (bueno, en principio a la cuestión de hablar de la muerte, porque a la de morirme me dedicaré en cuerpo y alma en algún momento, me guste o no…).